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Si me preguntaran qué es lo que más me cautiva del bosque nublado, tendría que ser su dramatismo. Las selvas tropicales son planas.

Tenemos muy poco sentido de su tamaño, de cuán vastas son, a menos que uno esté sobrevolándolas, o admirándolas desde la cima de una torre de observación.

Los bosques nublados, por su parte, se desploman cientos y cientos de metros en un espacio de pocos kilómetros. Las vistas en días claros nos dejan pasmados.

Al doblar cualquier esquina te pueden sorprender cascadas y saltos de agua que se entretejen entre hojas, corteza y ramas, las cuales conducen no a las sinuosas aguas marrones de la selva abajo, sino a torrentes de agua blanca que se llevan todo por delante en un rugiente tumulto. Nieblas y nubosidades envuelven los flancos de las montañas, constantemente reordenándose, transformándose, llamándonos a mirarlas una y otra vez.


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Observando las nubes formarse y disiparse como por arte de magia- ¿de dónde vienen y a dónde van? -es como ver la propia Creación en carne viva.

La montaña enfría el aire caliente que sopla desde el Pacífico, rompiendo su ímpetu y condensando moléculas de agua invisibles; haciendo, en sí, que lo invisible sea visible. De pie, desde cualquier mirador, uno siente como si estuviera atrapado en una máquina gigantesca creada para hacer nubes.

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